Ya
no somos inocentes
ni en la mala ni en la buena
cada cual en su faena
porque en esto no hay suplentes
ni en la mala ni en la buena
cada cual en su faena
porque en esto no hay suplentes
con
tu puedo y con mi quiero
vamos juntos compañero
vamos juntos compañero
algunos
cantan victoria
porque el pueblo paga vidas
pero esas muertes queridas
van escribiendo la historia
porque el pueblo paga vidas
pero esas muertes queridas
van escribiendo la historia
Mario
Benedetti
El Francés llegó a Vigo como polizón
de un barco que había salido del puerto de L'Havre una semana antes.
Era de París, y tuvo que huír de allí después de atracar un banco
con la cuchilla que antes usaba para afeitarse. Ahora ya nada le
ataba a su país natal, excepto la morriña: toda su familia y amigos
le dieron la espalda cuando lo buscaba la policía, así que lleno de
desesperación se escondió en el primer barco en el que consiguió
colarse.
Una vez en Vigo, buscó trabajo en el
puerto y allí ganó cuatro duros, sin contrato ni seguro,
descargando y cargando cajas para un pequeño almacén de venta de
bogavante al por menor. Trabajaba diez horas, a veces doce, pero aún
con extras, su sueldo semanal no llegaba a los 120 euros, viviendo
con lo justo para pagarse la habitación de un piso compartido con
dos portugueses que vendían pescado en una furgoneta y un
ecuatoriano que estaba en la zona de descarga de frutas y sucedáneos.
A los pocos meses se hizo un esguince
cuando llevaba unas cajas de marisco de un almacén a otro,
resvalando en el suelo mojado del muelle. Como finiquito, el mandamás
del negocio le pagó lo que le pertenecía por esa semana menos
veinte euros, “y tendría que restarte aún más por todo lo que se
fue al suelo cuando caíste” fue todo lo que logró sacarle a su
jefe, precediendo a un “y no quiero volver a verte por aquí”.
Yo aún no lo conocía en aquella
época, cuando yo conocí al Francés ya vivía en el cajero
automático. Fue mi colega el Chepas, que trabajaba en la
plaza repartiendo periódicos y cuando acababa se sentaba con los
tres vagabundos a fumar un cigarro. Alguna vez coincidí con ellos
cuando iba a clase a segunda hora, y a veces me quedaba con ellos
hasta la hora del recreo. El bachillerato no me atraía nada, sin
embargo las charlas con aquellos tres hombres eran de lo más
productivas y sentía que me enriquecían mucho más que los mítines
del profesor de Historia o las cantinelas del de Música. No hay
mejor manera de empezar a valorar lo que tienes que conversar con los
que ya no tienen nada. Aunque fuesen conversaciones irrelevantes. Me
reía mucho debatiendo con el Francés sobre quesos, defendiendo yo
al queso de tetilla, replicando él que cualquiera de los 365 tipos
de queso que tienen en Francia era mejor que el nuestro. “No
discutáis, el mejor es el que hay dentro de mis zapatos” decía
muy seguro de sí mismo Luisito, el del Caixanova de la calle
Camelias; “o al menos es el que mejor huele”. Y todos nos
tronchábamos.
Aquellos meses intentábamos ayudarles
con lo que fuese; así, el Chepas les prometió una comida de
plato y cubiertos si aguantaban una semana sin beber. Luís y Vicente
(este no vivía en un cajero, si no que tenía su propio dúplex en
lo alto de la antigua panificadora, ahora abandonada) no aguantaron
ni dos días, pero el Francés logró llegar al domingo sin una gota
de alcohol, o al menos en el tiempo que pasamos con ellos no mostró
signos de embriaguez ni mal aliento. Al menos, no tanto como el
habitual. Así que el domingo se fueron los dos a comer a un buen
mesón del barrio. Y que bien le sentó aquella tortilla de patatas y
aquel pulpo “á feira” al Francés.
Tuve un profesor de latín que nos
explicaba de todo menos latín, quizás por ello uno de mis
favoritos, y un día llegó a clase explicándonos su curiosa teoría
de que había una diferencia enorme entre las caras de la gente que
pasean por la ciudad al mediodía y las caras de los transeúntes a
las cuatro de la tarde. “Depués de comer, veréis como la gente
sonríe el doble”, aquella tarde de domingo en la Plaza de la
Independencia lo comprendí todo.
Yo les di mucha de la ropa que me
quedaba enorme tras mi particular Operación Bikini (la adolescencia,
ya se sabe...), y el Francés se quedó con un chándal del Celta que
yo ya no usaba. Desde aquel momento siempre intentaba ver el resumen
de los partidos desde el exterior de alguna cafetería. “Ya que no
puedo seguir al Rennes, ahora soy también del Selta” decía un
orgulloso Francés con aquel acento tan característico. De todas
formas los lunes yo solía pasarle el parte, tanto de la liga
francesa como de la española, y disfrutaba detallándole los goles y
reviviendo con ellos en la Plaza las mejores jugadas. Huelga decir
que la mayoría de las asignaturas tuve que aprobarlas en septiembre.
Por el mes de abril el periódico
gratuíto que repartía el Chepas cerró. Cosas de la crisis,
ya nadie se publicitaba en él, y sin publicidad esos periódicos no
pueden sobrevivir, nos decía convencido él. A eso hay que unirle
que yo me había lesionado entrenando y estuve seis meses con
muletas, tres operaciones y rehabilitación. Por lo que poco a poco
fuí perdiendo de vista a mis amigos de la plaza.
Hace pocas semanas pasé por la calle
Uruguay y me encontré al Francés semi-tumbado en la entrada a un
garaje, tapado con una manta de colores que había encontrado en la
basura y ataviado con aquel abrigo de mujer que lo hacía tan cómico;
“Siempre he tenido un aire a Napoleón” decía sin perder su buen
humor. A su lado, la mochila agujereada que contenía sus otras
(pocas) ropas, sus inseparables botas de montaña y un tetra-brick.
Fue una alegría enorme verlo, le invité a un cigarro y me fue
contando como le iba la vida. Me contó que procuraba beber sólo un
litro al día, “y mesclado”. Lo justo para no pasarse, según él.
También me contó que días atrás una señora había despertado a
Luís, diciéndole que sus días durmiendo en los cajeros se habían
acabado, y que le prepararía el sótano de su casa para que pudiese
dormir allí, pero que éste no sabía si aceptar la invitación
porque temía que fuese una fantasía sexual de la anciana y quisiera
de él unos servicios que no estaba dispuesto a prestarle. “Fantasía
sexual... sobre todo”, pensé yo intentando aguantar la risa. Me
siguió contando que pretendía volver a Francia, “pero al Sur, que
es mas tranquilo”; ya que lo del banco debería haber prescrito.
Cuando hablaba de volver se le inundaba la boca.
Le dejé la cajetilla y continué mi
camino, prometiéndole unas cañas la próxima vez que nos viésemos;
“pero sin alcohol”, exclamó él riéndose, “que por aquel
entonses ya lo habré dejado”.
Y algo de razón tenía; la verdad es
que no lo volví a ver. Y aún tengo en mente la imagen del
periódico, la manta de colores que tapa un cuerpo ataviado con el
chándal del Celta que yo le regalé, en posición fetal sobre un
banco de la plaza. Sí, es el mismo banco en el podíamos hablar
tanto de quesos como del tiempo, del fútbol o del capitalismo, qué
más daba. Había un cartón de vino al lado del cuerpo. “Protesta
en la Plaza de la Independencia por la muerte de un vagabundo”, leo
en el titular, “Las asociaciones piden al gobierno de la Xunta la
creación de un albergue con urgencia”.
Seguro que el Francés se encontró
aquella noche el cajero cerrado y allí se quedó, con el chándal,
el abrigo de mujer y la manta de colores que no fueron quién de
frenar aquella ola de frío.
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